La risa de mi padre, contagiosa, incomparable, está tan presente en mis recuerdos como la Cruz, la filosofía y la política.
Su voz era de trueno cuando se enojaba sobre todo con aquellos que deben dar testimonio público de la Fe (políticos, militares, obispos); también si yo le daba motivos con mis habituales impertinencias no muy comunes en las “niñas” de mi época. Pero su alegría se derramaba con la misma abundancia que su enojo.
Su natural manera de llevar las cruces, sin el menor alarde, y su alegría surgiendo siempre entre las penas, penurias muchas veces, es lo que guardo como una marca sobre mi corazón.
Fue un hombre de amores esenciales. Dios, la Patria, su esposa (única mujer que amó, como proclamaba siempre), su familia, sus amigos. Cultivó la amistad como el más preciado de los dones. Casi nunca cenábamos solos y muchas veces almorzábamos con amigos. Yo aprendí mucho más en las mesas y sobremesas de mi casa que en las clases y conferencias a las que asistía, amén de los actos políticos. Fue un lujo asistir a esas conversaciones y discusiones entre los “grandes” en un ambiente amical, siempre rociado de buen vino.
“La verdad, como el vino, sin aguar”. Este lema fue creación del inolvidable Miguel Salvat quien lo había acuñado para la Acción Católica Universitaria. ¡Tenía que ser de uno de sus discípulos mendocinos! Mi padre no sólo lo aprobó con entusiasmo sino que lo adoptó. La buena mesa y el buen vino no excluyen ni contradicen la imitación de la Cruz. Por lo menos no en la vida de mi padre.
“Pobreza es nada tener y todo bien poseer con entera libertad”. También adoptó y vivió esta máxima franciscana. Con entusiasmo gozaba de los dones y con facilidad renunciaba a los bienes cuando nuestra azarosa vida económica lo imponía. En algunas cosas era riguroso: en su mesa se bebía buen vino o, en su defecto, agua. Mal vino, jamás. Solía decir en broma: “hay que implantar la pena de muerte para los que adulteran el vino”. Aclaro que jamás vi a mi padre con una copa de más, tampoco con una de menos.
Lo que Jordán Bruno Genta pudo enseñar de filosofía o política se puede conocer leyendo sus libros o conferencias. Que su opción política fue el nacionalismo católico también, porque se desprende de sus escritos.
Lo que quizás sea difícil de atisbar, leyéndolo, es su personalidad. Los escritos desarrollan su cuerpo doctrinario con absoluta claridad, pero escuchándolo, viéndolo, era como se lo conocía. Transmitía mucho mejor su pensamiento en forma oral porque fue por sobre todo un orador. Tenía la capacidad -hablando- el don de suscitar en nosotros, los jóvenes, la pasión que él mismo sentía por la grandeza. Nada grande le fue ajeno. La santidad, el heroísmo, la belleza, lo subyugaban y sabía encender en nosotros la pasión por la verdad.
Poseía un carisma propio y distinto. Por eso, en una revista Cabildo, posterior a su martirio, escribimos en su homenaje los versos de Juan Ramón Jiménez: “lo quisieron matar los iguales porque era distinto”.
Así, pues, como lo muestra la foto que acompaña a esta evocación, la Cruz y la Fiesta sintetizan la vida de mi padre.
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