Un día de marzo de 1877, el 12, en que Manuelita, anciana también, pues tiene sesenta y un años, se encuentra sola –Máximo se ha marchado, en febrero, a Buenos Aires, a gestionar la devolución de sus bienes–, es llamada desde Swanthling por el doctor Wibblin. Acude junto a su padre y lo encuentra gravemente enfermo. Ocurre que el jueves 8, don Juan Manuel, sin preocuparse del frío invernal, salió a la tarde a caballo para dirigir el encierro de unos animales. Había vuelto a la casa de la chacra con tos. La noche tenía fiebre. El médico a diagnosticado una congestión pulmonar, gravísima en un hombre de ochenta y cuatro años. Al otro día ha arrojado sangre y le ha sobrevenido la fatiga.
Cuando ese día 12, que es un lunes, llega Manuela, su padre está casi moribundo. Ella le escribe a Máximo: “¡Pobre Tatita! ¡Estuvo tan feliz cuando me vio llegar!”.
No obstante su gravedad, el enfermo dispone el turno de los que han de cuidarle. El martes reacciona un poco. Charla con ella y con el médico. Le ordena a su hija que vaya a descansar y que lo cuiden sus criados Mary Ann y Alice.
Es el 14 de marzo de 1877. A las seis de la mañana, Alice avisa a Manuela que su padre está muy mal. Ella salta de la cama, se instala a su lado, y lo besa muchas veces, como hacía siempre. Siente la mano helada:
- “¿Cómo te va Tatita?”.
Él la mira “con la mayor ternura” y le contesta:
- “No sé, niña...”
... y la niña de sesenta y un años –¡cuanta ternura hay en esa palabra “niña” dirigida a una mujer de su edad y en ese momento!– sale para ordenar que llamen al médico y al confesor: y cuando ella vuelve su padre ya no vive.
Ha muerto don Juan Manuel de Rosas. Su entierro es muy sencillo y pobre: un solo coche y unas pocas personas. Pero algo le da grandeza del entierro de un héroe: sobre el féretro va una bandera argentina y la espada de San Martín. La más gloriosa espada de la Patria lo acompaña. Es como un trofeo ganado por su patriotismo y como símbolo de sus doce años de lucha por la independencia política, económica y espiritual de América.
En su tumba no se ha pronunciado ningún discurso. Pero pocos meses más tarde, Juan Bautista Alberdi escribe unas bellas palabras, que son una oración ante sus restos.
“Mientras se levantan altares a San Martín –dice el ilustre escritor–, su espada está en Southhamptom, sirviendo de trofeo monumental a la tumba de Rosas, puesta en ella por la manos mismas del héroe de Chacabuco y Maipú” y agrega: “Su conducta en Europa no ha sido inferior a la de San Martín”.
Afirma que su respeto al vencedor, “sin coacción ni motivo de temor, es tenido en todo país civilizado como respeto liberal a la Ley. Este solo antecedente lo hace merecedor de que sea la tierra clásica de la libertad la que pese ligera sobre sus restos mortales”. Y en un rasgo de noble arrepentimiento exclama: “Yo combatí su gobierno. Lo recuerdo con disgusto”.
Pero allá en la patria lejana, donde gobiernan hombres pequeños, casi nadie opina como Alberdi. He aquí que los parientes de Rosas mandan a decir una misa por su alma.
Trátase de una ceremonia absolutamente privada, del legítimo derecho de rogar al Altísimo por un muerto. Pero el “liberal” gobierno de la provincia prohíbe la misa. Uno de los ministros que firmaron el dictatorial decreto es Vicente Quesada, aquel diplomático que lo visitó en 1873. Dios lo castigará más tarde, encendiendo en el alma de su hijo, del muchacho que lo acompaña, una auténtica pasión por la justicia histórica que le convertirá en una de las columnas de rehabilitación del condenado.
(Manuel Gálvez. Vida de don Juan Manuel de Rosas. t III. p.924.Ed.Arg.1974)
A pesar de su desaparición física, DON JUAN MANUEL DE ROSAS NO HA MUERTO.
FUENTE: LA GAZETA FEDERAL
Cuando ese día 12, que es un lunes, llega Manuela, su padre está casi moribundo. Ella le escribe a Máximo: “¡Pobre Tatita! ¡Estuvo tan feliz cuando me vio llegar!”.
No obstante su gravedad, el enfermo dispone el turno de los que han de cuidarle. El martes reacciona un poco. Charla con ella y con el médico. Le ordena a su hija que vaya a descansar y que lo cuiden sus criados Mary Ann y Alice.
Es el 14 de marzo de 1877. A las seis de la mañana, Alice avisa a Manuela que su padre está muy mal. Ella salta de la cama, se instala a su lado, y lo besa muchas veces, como hacía siempre. Siente la mano helada:
- “¿Cómo te va Tatita?”.
Él la mira “con la mayor ternura” y le contesta:
- “No sé, niña...”
... y la niña de sesenta y un años –¡cuanta ternura hay en esa palabra “niña” dirigida a una mujer de su edad y en ese momento!– sale para ordenar que llamen al médico y al confesor: y cuando ella vuelve su padre ya no vive.
Ha muerto don Juan Manuel de Rosas. Su entierro es muy sencillo y pobre: un solo coche y unas pocas personas. Pero algo le da grandeza del entierro de un héroe: sobre el féretro va una bandera argentina y la espada de San Martín. La más gloriosa espada de la Patria lo acompaña. Es como un trofeo ganado por su patriotismo y como símbolo de sus doce años de lucha por la independencia política, económica y espiritual de América.
En su tumba no se ha pronunciado ningún discurso. Pero pocos meses más tarde, Juan Bautista Alberdi escribe unas bellas palabras, que son una oración ante sus restos.
“Mientras se levantan altares a San Martín –dice el ilustre escritor–, su espada está en Southhamptom, sirviendo de trofeo monumental a la tumba de Rosas, puesta en ella por la manos mismas del héroe de Chacabuco y Maipú” y agrega: “Su conducta en Europa no ha sido inferior a la de San Martín”.
Afirma que su respeto al vencedor, “sin coacción ni motivo de temor, es tenido en todo país civilizado como respeto liberal a la Ley. Este solo antecedente lo hace merecedor de que sea la tierra clásica de la libertad la que pese ligera sobre sus restos mortales”. Y en un rasgo de noble arrepentimiento exclama: “Yo combatí su gobierno. Lo recuerdo con disgusto”.
Pero allá en la patria lejana, donde gobiernan hombres pequeños, casi nadie opina como Alberdi. He aquí que los parientes de Rosas mandan a decir una misa por su alma.
Trátase de una ceremonia absolutamente privada, del legítimo derecho de rogar al Altísimo por un muerto. Pero el “liberal” gobierno de la provincia prohíbe la misa. Uno de los ministros que firmaron el dictatorial decreto es Vicente Quesada, aquel diplomático que lo visitó en 1873. Dios lo castigará más tarde, encendiendo en el alma de su hijo, del muchacho que lo acompaña, una auténtica pasión por la justicia histórica que le convertirá en una de las columnas de rehabilitación del condenado.
(Manuel Gálvez. Vida de don Juan Manuel de Rosas. t III. p.924.Ed.Arg.1974)
A pesar de su desaparición física, DON JUAN MANUEL DE ROSAS NO HA MUERTO.
FUENTE: LA GAZETA FEDERAL
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