Por Monseñor Hector Aguer
¡Qué expresión tan exacta y tan bella! "Niño por nacer" es una buena traducción de "nasciturus", el participio futuro del verbo "nacer", en latín. Al que ha de nacer como fruto de la concepción humana lo llamamos niño; no simplemente feto, o embrión -nombres que también le caben en el lapso de su desarrollo intrauterino- sino niño. Así lo autorizan, lo sugieren, lo exigen la genética y el derecho. Desde el instante de la concepción es un niño, cuya subjetividad jurídica debe ser reconocida y tutelada. La Convención de los Derechos del Niño de las Naciones Unidas, que data de 1989, declara que se entiende por niño todo ser humano menor de 18 años de edad, y en su preámbulo afirma que a causa de su falta de madurez física y mental necesita atenciones particulares, incluyendo la debida protección legal, tanto antes como después del nacimiento.
En una oración bíblica, el Salmo 138 (139) encontramos esta preciosa confesión dirigida a Dios: Tú creaste mis entrañas, me plasmaste en el seno de mi madre; te doy gracias porque fui formado de manera tan admirable. ¡Qué maravillosas son tus obras! Tú conocías hasta el fondo de mi alma y nada de mi ser se te ocultaba, cuando yo era formado en lo secreto, cuando era tejido en lo profundo de la tierra. Esa convicción, expresada allí en términos poéticos, resulta confirmada netamente por la ciencia contemporánea. En su inicio, la vida de un ser humano se encuentra recogida, concentrada, en una pequeñísima célula, destinada a protagonizar un proceso diferenciado y autónomo de desarrollo biológico. El embrión es una realidad existente y viva, distinta de quienes lo han engendrado; puede ser identificado e individualizado como "otro" que sus progenitores y difiere también de cualquier otro embrión. Más aún: es genéticamente igual al niño ya nacido, aunque la diferencia morfológica y orgánica sea impresionante. Los estudios orientados a profundizar el conocimiento de la naturaleza del embrión llevaron al descubrimiento del ADN y a confirmar su identidad y especialidad. Causa admiración, tanto al científico serio de hoy como al piadoso israelita autor del salmo citado, que la persona humana, obra la más compleja y digna de todo el universo, se encuentra ya presente, idéntica a sí misma, en aquella única célula. Alguien se ha atrevido a comparar el despliegue del embrión humano con el Big Bang, por el cual un punto de luz y energía se expandió para dar vida al cosmos en su maravillosa diversidad y riqueza. El proceso coordinado, continuo y gradual manifiesta en ambos casos la sabiduría del Creador.
Las técnicas modernas, como la ecografía tridimensional, permiten seguir visiblemente aquel misterioso "ser formado en lo secreto" a lo largo de su evolución de nueve meses. Se pueden observar, por ejemplo, los gestos, sonrisas y bostezos de un niño por nacer a los tres meses de su concepción. También se puede registrar la reacción de terror, de dolor, y el grito silencioso del que es asesinado en el seno de su madre.
Estos datos invitan a dirigir la atención al niño por nacer como sujeto, como persona, como hijo. No es un mero producto que pueda ser descartado si no gusta, de acuerdo a las nuevas manías eugenésicas, o porque resulta de un "embarazo no deseado". No puede ser manipulado como un objeto biológico cualquiera para servir a otro fin, por más humanitario que se quiera; él es un fin, término de la acción creadora y el amor de Dios.
El 25 de marzo, Día del Niño por Nacer, coincide con la fiesta de la encarnación del Hijo de Dios en el seno virginal de María. Él, Jesucristo, fue durante nueve meses un niño por nacer. Al hacerse hombre se unió de algún modo a todo hombre, y quiso identificarse con los más pequeños de sus hermanos: él padece hambre en los hambrientos, sed, frío, desnudez, exclusión, enfermedad y cárcel en todos los desheredados de la tierra. Él es de nuevo crucificado en cada niño por nacer al que se le niega el derecho a contemplar la luz del sol. La Beata Teresa de Calcuta ha pronunciado esta sentencia terrible refiriéndose al aborto: Es la cosa más diabólica que puede hacer la mano del hombre... el grito de esas criaturas llega continuamente a oídos de Dios.
En una oración bíblica, el Salmo 138 (139) encontramos esta preciosa confesión dirigida a Dios: Tú creaste mis entrañas, me plasmaste en el seno de mi madre; te doy gracias porque fui formado de manera tan admirable. ¡Qué maravillosas son tus obras! Tú conocías hasta el fondo de mi alma y nada de mi ser se te ocultaba, cuando yo era formado en lo secreto, cuando era tejido en lo profundo de la tierra. Esa convicción, expresada allí en términos poéticos, resulta confirmada netamente por la ciencia contemporánea. En su inicio, la vida de un ser humano se encuentra recogida, concentrada, en una pequeñísima célula, destinada a protagonizar un proceso diferenciado y autónomo de desarrollo biológico. El embrión es una realidad existente y viva, distinta de quienes lo han engendrado; puede ser identificado e individualizado como "otro" que sus progenitores y difiere también de cualquier otro embrión. Más aún: es genéticamente igual al niño ya nacido, aunque la diferencia morfológica y orgánica sea impresionante. Los estudios orientados a profundizar el conocimiento de la naturaleza del embrión llevaron al descubrimiento del ADN y a confirmar su identidad y especialidad. Causa admiración, tanto al científico serio de hoy como al piadoso israelita autor del salmo citado, que la persona humana, obra la más compleja y digna de todo el universo, se encuentra ya presente, idéntica a sí misma, en aquella única célula. Alguien se ha atrevido a comparar el despliegue del embrión humano con el Big Bang, por el cual un punto de luz y energía se expandió para dar vida al cosmos en su maravillosa diversidad y riqueza. El proceso coordinado, continuo y gradual manifiesta en ambos casos la sabiduría del Creador.
Las técnicas modernas, como la ecografía tridimensional, permiten seguir visiblemente aquel misterioso "ser formado en lo secreto" a lo largo de su evolución de nueve meses. Se pueden observar, por ejemplo, los gestos, sonrisas y bostezos de un niño por nacer a los tres meses de su concepción. También se puede registrar la reacción de terror, de dolor, y el grito silencioso del que es asesinado en el seno de su madre.
Estos datos invitan a dirigir la atención al niño por nacer como sujeto, como persona, como hijo. No es un mero producto que pueda ser descartado si no gusta, de acuerdo a las nuevas manías eugenésicas, o porque resulta de un "embarazo no deseado". No puede ser manipulado como un objeto biológico cualquiera para servir a otro fin, por más humanitario que se quiera; él es un fin, término de la acción creadora y el amor de Dios.
El 25 de marzo, Día del Niño por Nacer, coincide con la fiesta de la encarnación del Hijo de Dios en el seno virginal de María. Él, Jesucristo, fue durante nueve meses un niño por nacer. Al hacerse hombre se unió de algún modo a todo hombre, y quiso identificarse con los más pequeños de sus hermanos: él padece hambre en los hambrientos, sed, frío, desnudez, exclusión, enfermedad y cárcel en todos los desheredados de la tierra. Él es de nuevo crucificado en cada niño por nacer al que se le niega el derecho a contemplar la luz del sol. La Beata Teresa de Calcuta ha pronunciado esta sentencia terrible refiriéndose al aborto: Es la cosa más diabólica que puede hacer la mano del hombre... el grito de esas criaturas llega continuamente a oídos de Dios.
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